Imaginemos la escena: empresarios internacionales sentados a una gran mesa de directorio. Se han convocado para analizar “el caso argentino” y definir, a partir de esa evaluación, si se embarcan en grandes inversiones en un país que promete un nuevo rumbo. ¿Qué pesará más? ¿El entusiasmo o las dudas? ¿El optimismo o la cautela? En palabras de Borges, ¿el amor o el espanto?
Si nos permitieran ser testigos de ese debate, seguramente escucharíamos argumentos alentadores y también muchos interrogantes sobre el futuro de la Argentina.
Los inversores ven la orientación general de la política económica con expectativas bien favorables. Anotan muchos datos saludables: la baja de la inflación, el achicamiento del déficit, la estabilidad cambiaria y los avances para una administración más racional y responsable del gasto público. También apuntan algunas dudas sobre la solidez de esos indicadores. El drástico descenso de la inflación, por ejemplo, no parece todavía a salvo de nuevos fogonazos y recaídas. Para algunos economistas, la calma del dólar “está atada con alambre”. Pero se reconocen los resultados en tiempo récord y se evalúan como muy positivos los logros de una gestión que se encontró, en diciembre del año pasado, con una economía arrasada. Ponderan, además, lo que parecería ser un aprendizaje social: no se puede gastar más de lo que se recauda.
Ven con definitivo entusiasmo el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI), la reforma laboral y el ambicioso programa de desregulación que lleva adelante Federico Sturzenegger. El esfuerzo por destejer la inmensa madeja normativa que burocratiza, encarece y corrompe, en todos los niveles, la vida económica de los argentinos se evalúa como uno de los objetivos más estimulantes de esta nueva etapa. Observan, sin embargo, una brecha entre los anuncios y las concreciones. Por supuesto que estos procesos son arduos y trabajosos. No se desarma en seis meses lo que se tejió durante décadas. Pero basta con ir hoy a cualquier registro automotor para comprobar, por ejemplo, que siguen atiborrados de gente, de empleados y de expedientes, sin muchas señales visibles de un proceso efectivo de desmantelamiento como el que se ha prometido.
En esa imaginaria reunión de inversores también se celebra el realineamiento internacional de la Argentina, aunque despierta dudas cierta “heterodoxia” y hasta una marcada prepotencia en las relaciones del Gobierno con el mundo. Aun empresarios que tienen una pésima opinión del gobierno de Pedro Sánchez en España, ven con incredulidad, cuando no con estupor, la extrema agresividad con la que el presidente argentino ha vapuleado al jefe de Estado de una nación con la que nos unen lazos históricos y entrañables y de la que provienen inversiones en sectores estratégicos. Se evalúa con alivio y satisfacción que la Argentina haya abandonado la complicidad con el chavismo y con las dictaduras castrista y nicaragüense que cultivó durante el largo ciclo kirchnerista, pero se ve con preocupación la dificultad para el diálogo con líderes de distinto signo ideológico, así como la embestida contra un funcionario técnico del FMI, con el que el Presidente bordeó la descalificación y el agravio. Los inversores suelen valorar el pragmatismo y, sobre todo, las reglas de la diplomacia profesional. Cuando observan comportamientos extravagantes y posiciones dogmáticas, se activan en sus cabezas fuertes señales de alerta. Algo de eso ya había ocurrido en el Foro de Davos, donde Javier Milei fue a dar cátedra de capitalismo. Esos auditorios celebran los discursos claros, firmes e incluso disruptivos, pero los incomoda, como mínimo, la dialéctica altisonante y megalómana, sobre todo cuando viene de países que no están precisamente en condiciones de dar lecciones al mundo.
Los inversores, sin embargo, están acostumbrados a mirar los hechos más que las palabras. En el plano económico, lo que más ruido les hace es la continuidad del cepo. Entienden los riesgos de un levantamiento apresurado, pero ven con inquietud que no aparezca una hoja de ruta para normalizar el mercado de cambios. También ponen un signo de interrogación ante la ausencia de un proyecto nítido de reforma impositiva.
Hasta acá, ese directorio imaginario hace, aun con algunos reparos, una evaluación alentadora. La balanza parecería inclinarse a favor de invertir y arriesgar en la Argentina. Pero nadie que haya hablado con empresarios de talla internacional puede imaginar que solo miran la economía y las planillas de Excel a la hora de apostar por un país o por otro. Por el contrario, prestan especial atención a la calidad institucional, al clima general de negocios, a los indicadores de transparencia y de convivencia política, al respeto por las normas y por la división de poderes y a conceptos que pueden parecer abstractos, pero que son esenciales: seguridad jurídica y, sobre todo, previsibilidad. Miran la coyuntura, claro, pero también el largo plazo.
Cuando aquella mesa de directorio empieza a analizar los factores “cualitativos” que ofrece la Argentina poskirchnerista, se encuentra con muchas cosas que no han cambiado, incluso aquellas que serían más fáciles de modificar. La atmósfera de crispación, lejos de disiparse, se ha exacerbado. Los ataques a la prensa independiente se reproducen con metodologías distintas, pero con una virulencia equivalente a la que empuñaba el populismo de izquierda: ya no está 6,7,8, el programa ultrakirchnerista que se ocupaba, desde la TV Pública, de denostar a empresarios, periodistas y dirigentes opositores, pero ahora hay batallones digitales que, orquestados desde el poder, funcionan con la misma lógica.
Los inversores ven a un gobierno que exhibe serias dificultades para lidiar con la crítica y con las diferencias. Al que plantea reparos o matices se lo atropella desde la cima del poder con una violencia verbal que registra pocos antecedentes. El discurso político ha incorporado el insulto y la descalificación grosera como si fueran códigos aceptables del debate público. Los desbordes de intolerancia, que suelen copiar modelos de otros liderazgos populistas, se hacen cada vez más burdos. ¿Puede haber una deriva autoritaria en la Argentina?, se preguntan analistas globales cuando ven que el Gobierno, por ejemplo, acaba de limitar por decreto el acceso a la información pública.
Entre los inversores aparecen dudas cuando observan la extrema fragilidad parlamentaria del oficialismo, pero esas dudas se convierten en preocupación y temor cuando ven que el Presidente, lejos de tender puentes y propiciar el diálogo, descalifica a los legisladores con generalizaciones insultantes. Observan a un gobierno con dificultades, incluso, para dejarse ayudar, que muchas veces desprecia a sus propios aliados y que, lejos de reforzar su estructura de sostén político, deja todo librado a un combate permanente de resultado incierto. En un almuerzo de empresarios extranjeros con diplomáticos de su país, buena parte de la sobremesa se la llevaron las preguntas sobre por qué Milei rompió relaciones con un aliado natural como debería haber sido Ricardo López Murphy y sobre cuánto resiste el precario equilibrio en el que parece balancearse la relación con Mauricio Macri. También sobre la inestabilidad que parece exhibir el vínculo del Presidente con su vicepresidenta. Tal vez los participantes de aquella sobremesa hayan evaluado con alivio algunas señales políticas de los últimos días, con una mayor apertura del Presidente para construir alianzas y proponer un diálogo con legisladores que ascendieron, sin escalas, del sótano de las “ratas” al pedestal de los “héroes”.
Los potenciales inversores encargan informes sobre la situación argentina. Y en esos papers reservados, la candidatura de Ariel Lijo a la Corte aparece marcada con resaltador. ¿Qué confianza puede generar en esos sectores la incorporación al máximo tribunal de un magistrado que enfrenta un récord de impugnaciones por razones técnicas y morales? ¿Qué seguridad jurídica pueden sentir los inversores cuando se habilita una negociación oscura en la que todas las posibilidades parecen abiertas, hasta un pacto con el kirchnerismo para una ampliación de la Corte que favorezca su politización y el toma y daca?
Los inversores también ven con preocupación que un organismo tan sensible y estratégico como la SIDE esté manejado por una especie de “monje negro” al que el Presidente le ha delegado una enorme cuota de poder, pero sin ninguna responsabilidad formal en la estructura de gobierno. Para los estándares internacionales, eso remite a un país institucionalmente débil, con interlocutores confusos y mecanismos poco transparentes. ¿Quién decide? ¿El ministro o el asesor? Son dudas que debilitan la confianza y generan incertidumbre.
En el plano cualitativo, seguramente se apuntarán también algunos logros significativos: ningún inversor dejaría de valorar la firmeza que ha exhibido el Gobierno frente a la extorsión sindical de los gremios aeronáuticos, ni los avances para reponer el imperio de la ley en la vía pública, con la eficaz aplicación de un protocolo antipiquetes, o la denuncia contra los “gerentes” de la pobreza, que ha permitido transparentar la ayuda social con la eliminación de “intermediarios”. La aprobación de la boleta única y el impulso a la ley de ficha limpia son progresos que tampoco pasan inadvertidos para los actores internacionales que miran la calidad institucional de la Argentina.
Es probable que, a esta altura, aquel directorio imaginario decida pasar a un cuarto intermedio. Hay entusiasmo, pero también hay dudas: “Wait and see”, dicen los estadounidenses. Esperar y ver. En los próximos meses tal vez quede más claro si el Gobierno aprende de sus propios errores y consolida un rumbo virtuoso o, por el contrario, acentúa su beligerancia y su iracundia con métodos que, inevitablemente, debilitan la convivencia y la institucionalidad. La inversión, después de todo, será el verdadero termómetro de la confianza que inspire la Argentina. La inversión es trabajo, es crecimiento, es desarrollo, es futuro para las nuevas generaciones. Y a esta altura del siglo XXI va donde pueda ser rentable, por supuesto, pero también donde encuentre un clima de armonía, transparencia y previsibilidad. Hoy están mirando a la Argentina con esperanza y con dudas. Será la calidad institucional la que tal vez incline la balanza.