Que en unos años no sea el título de una película. Que La odisea de los giles (Borenstein, 2019), donde Darín hacía justicia para recuperar sus ahorros tras el “corralito”, sea el último episodio de la serie que empezó cuarenta años antes con Plata dulce (Ayala, 1982), donde Luppi cedía a la tentación de la “tablita” del gobierno militar.
Que la peli que retrate esta década no sea dramática, quizás algo romántica, pero no ciencia ficción. Que los protagonistas tengan más trabajo, los jubilados recuperen dignidad, los empresarios compitan y los sindicalistas no sean los mismos que los de La deuda interna (Pereira, 1988).
Lo seguro es que en ese retrato nadie se acordará de los fanáticos de las redes que torturaban con alguna evidencia anecdótica para descalificar a quienes advertían los riesgos del siempre sinuoso camino del desarrollo. No importará quién tenía razón, solo que haya menos pobres.
En rigor, cuando mucha evidencia va en el mismo sentido, pasa de anecdótica a sistémica. El primo que este verano cambió Mar del Plata por Río, el mendocino que fue a comprar electrodomésticos a Santiago, el formoseño que cruzó al supermercado de Asunción. “Este país se va a la mierda”, dice Darín en Nueve Reinas (Bielinsky, 2000) cuando abre una barrita de cereal manoteada de un kiosco y lee: “Crunchy, elaborada en Grecia”.
Para ponerle algo de suspenso habrá una escena Match point (Woody Allen, 2005). Como la atajada del Dibu para evitar el cuarto de Francia. Abrir el cepo, normalizar el mercado cambiario, puede ser la jugada que incline definitivamente la suerte del partido. La que abra las compuertas a la inversión y al empleo. Tampoco hace falta que en el contraataque entre el cabezazo de Lautaro. Sería tan épica como inverosímil. Con el penal de Montiel alcanza para varios mundiales.
El inminente acuerdo con el FMI, que despeje el perfil de vencimientos con el organismo y, eventualmente, fondos frescos para robustecer las reservas, podrá ser una oportunidad para superar la rigidez de un esquema cambiario que acumula tensiones. Ningún salto sin red, pero empezar a dotar al sistema de la flexibilidad natural para absorber shocks externos e internos sin que sufran la producción y el empleo. Que secuencialmente vayan habilitándose operaciones hoy vedadas en el mercado oficial, como el atesoramiento de particulares –por ejemplo, con algún cupo inicial–, luego el flujo de dividendos de empresas, más tarde un bono para los stocks. Pero que el mercado empiece a señalar el precio sin restricciones, para racionar por precio, no por cantidad.
Para ese recorrido, menos –aunque no nada– tienen que ver los stocks (reservas vs. pesos) que a veces condicionan la voluntad oficial para abrir el cepo. Más bien la pregunta será qué tipo de cambio equilibrará los flujos (comercio, utilidades, ahorro, préstamos, inversiones) de un mercado sin barreras artificiales.
Es verdad que nadie sabe cuál es el tipo de cambio real de equilibrio como para decir que está atrasado. Tampoco el Gobierno como para decir que está en equilibrio. Pero dados los riesgos asimétricos (un tipo de cambio adelantado provocará una inflación rebelde; uno atrasado producirá un desempleo creciente, pero su persistencia puede incubar desenlaces traumáticos), es importante leer las alertas tempranas. Sobre todo porque algunos comportamientos oportunistas del mercado –como la bicicleta financiera– pueden estirar desvíos imprudentes.
Luego de la devaluación inicial del programa actual, el peso se apreció 47% contra el dólar (está apenas 8% arriba del nivel pre-devaluación) y 50% respecto de la canasta de monedas que conforman el tipo de cambio real multilateral. A pesar de las desregulaciones e incipientes rebajas impositivas (impuesto PAIS, internos a autos, transitoriamente retenciones), en igual período la productividad no ha aumentado en igual magnitud.
Los saludables cambios en el sesgo de políticas públicas, además de la oferta directa del 20% de los dólares de exportación (dólar blend) y la creciente intervención discrecional en el mercado informal, pueden explicar el colapso de la brecha entre el oficial y el paralelo (100% promedio en 2023 a 30% en 2024 y 15% en 2025), pero de ningún lado se desprende que aun con equilibrio fiscal y prudencia monetaria el tipo de cambio que equilibra el intercambio con el mundo sea $1050 por dólar y no $1300 o $ 900.
No casualmente en el primer semestre de 2024, con el tipo de cambio a niveles promedio de $1400 (a pesos de hoy) y pagos de importaciones aplazados, el Banco Central logró recuperar unos US$10.000 millones de reservas netas. En el segundo semestre, con el tipo de cambio en un nivel parecido al actual, importaciones normalizadas, exportadores liquidando solo el 80% de sus ventas en el oficial y préstamos en dólares fondeados por el blanqueo, las reservas netas se estancaron en torno a los US$4000 millones negativos.
En ese trayecto, el superávit comercial es decreciente (US$18.000 millones en 2024, US$11.500 millones proyectado para 2025): en el primer bimestre de 2025 las cantidades exportadas desaceleran a 10% y las importadas aceleran al 30% interanual. Más amplio, la cuenta corriente cambiaria (al comercio de mercaderías le agrega el saldo de caja de turismo, servicios, intereses) pasó de ser superavitaria en US$9000 millones en el primer semestre 2024, a deficitaria en US$7200 millones en el segundo, financiada con préstamos internacionales a empresas y organismos internacionales, tan genuino como volátil. Para 2025 proyecta un déficit de US$9000 millones.
En el futuro mediato es atendible el argumento del cambio estructural de una eventual inyección de divisas por la maduración energética de Vaca Muerta y, más tarde, la potencialidad de la minería. Pero difícil postular prematuramente problemas típicos de la abundancia de divisas (enfermedad holandesa: un sector muy competitivo sostiene un tipo de cambio apreciado e insuficiente para el resto de los sectores) cuando las reservas netas son negativas.
Más genéricamente, el tipo de cambio puede entenderse como la inversa de la productividad. Como en toda película, la secuencia importa. Si en el futuro las reformas impositiva, laboral, previsional, federal logran bajar los costos de producción para ser más competitivos, luego los salarios podrán aumentar de manera sostenida en moneda dura. Pero no al revés. Spoiler alert: una apreciación prematura suele inhibir la inversión y abortar el proceso de crecimiento.
En igual sentido, la velocidad de proyección no es indiferente. Una película demasiado rápida, donde se duplican los salarios en dólares en un año, suele ser menos sostenible que una evolución parsimoniosa al ritmo del aumento de productividad. Mejor pasar de salarios de US$500 a US$600 y al año siguiente a US$700, que saltar de golpe a US$1000 y después volver a US$500. A la larga el promedio es mayor y menos volátil.
Que la peli del final de esta década pueda evitar la nostalgia de Un lugar en el mundo (Aristarain, 1992) o la descomposición social de Pizza, birra, faso (Caetano, 1998). Que sea una donde los actores Francella y Echarri se candidatean a suceder a un gobierno que consolidó las reformas y los temas de campaña no sean la inflación ni el FMI, sino los desafíos ambientales del cobre en la puna salteña o la distribución social de la riqueza del subsuelo neuquino, la rebelión estudiantil por becas en las universidades públicas o el presupuesto para universalizar la educación inicial. Que corra el riesgo de ser poco taquillera, como la de la sucesión de Orsi a Lacalle Pou o de Boric a Piñera en las salas vecinas. Y que La odisea de los mandriles sea una de aventuras de Tarzán.
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