Javier Milei llegó al poder como un outsider con discurso refundacional, que venía a enfrentar a la “casta política” dándole la espalda al Congreso. Durante su gestión utilizó el veto y los DNU como herramientas centrales para gobernar sin mayoría parlamentaria, lo que le valió críticas por prácticas antidemocráticas, pero había logrado sostener su táctica, hasta ahora, por un fuerte respaldo en la opinión pública. Sin embargo, su narrativa ética y económica comenzó a resquebrajarse tras escándalos de corrupción y la admisión de intervenciones en el dólar en medio de la recesión.
El debate sobre el veto, con raíces históricas en Roma y en las monarquías europeas, abre una reflexión sobre la división de poderes en Argentina y la necesidad de consensos y cómo serán los dos últimos años del periodo presidencial de Javier Milei si no logra en las próximas elecciones tener un tercio de diputados propios que blinden sus vetos.
El Gobierno de Javier Milei acaba de pasar por quizás la jornada parlamentaria más dura de su gestión desde que asumió la presidencia. Ninguno de los últimos expresidentes –Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Mauricio Macri ni Alberto Fernández– llegó a atravesar un rechazo a un veto presidencial. La última vez que esto ocurrió fue hace 22 años, durante la presidencia de Eduardo Duhalde en 2003 la ley 25.715, que fijaba una reducción impositiva en la importación de azúcar.
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El presidente que más leyes vetó fue Carlos Menem. En total firmó 95 rechazos a leyes sancionadas por el Congreso nacional, durante sus diez año de Gobierno (1989-1999). Por su parte, Raúl Alfonsín, que gobernó cinco años y medio (1983-1989) vetó 37 leyes; Néstor Kirchner rechazó 13 leyes en cuatro años de Gobierno; Cristina Kirchner, tres en ocho años; Mauricio Macri, cinco en cuatro años; Alberto Fernández no tuvo ningún veto.
Por un lado, el Senado aprobó por amplia mayoría la reactivación de la ley de emergencia en discapacidad, desoyendo el veto del presidente Javier Milei. Con 63 votos a favor y sólo siete en contra, se alcanzó con holgura la mayoría especial requerida. La normativa fija la emergencia en materia de Discapacidad hasta diciembre de 2026, contemplando la actualización automática del nomenclador de prestaciones de acuerdo al IPC y la recomposición de aranceles con retroactividad al 1° de diciembre de 2023, cuando asumió Milei.
La sesión fue presidida por Bartolomé Abdala en reemplazo de Victoria Villarruel, debido a la ausencia de Milei por un viaje al exterior. El debate estuvo atravesado por fuertes críticas al veto presidencial.
El senador pampeano Pablo Bensusán acusó al Ejecutivo de abandonar a las personas con discapacidad al impedir mejoras en sus ingresos y prestaciones. Desde otros bloques también hubo cuestionamientos: Carmen Álvarez Rivero, de Juntos por el Cambio, consideró innecesaria la ley, pero reclamó un aumento de aranceles; Guadalupe Tagliaferri pidió eliminar barreras estructurales con intervención estatal; y José María Carambia advirtió que, de no cumplirse la norma, impulsará un juicio político.
La calle reflejó el clima en el Congreso, con movilizaciones en rechazo al veto de la emergencia en discapacidad. «¿Dónde está la plata de discapacidad? El 3% nunca nos llegó a nosotros?», declaró uno de los manifestantes.
Ni el PRO ni los legisladores de las provincias que habían sellado alianzas electorales con La Libertad Avanza acompañaron esta vez al oficialismo. El clima se tensó cuando José Mayans enfrentó con dureza a Francisco Paoltroni, acusando a los libertarios de incoherencia fiscal.
El oficialismo suele recordar, al cuestionar la sanción de leyes contrarias a su programa, la Ley de Administración Financiera, cuyo artículo 38 dispone que «toda ley no presente en el presupuesto debe especificar su financiamiento». Una postura paradójica si se considera que, por segundo año consecutivo, el Presidente está gobernando sin un presupuesto aprobado por el Parlamento.
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Por otra parte, y especialmente importante, el Senado aprobó también un proyecto que busca limitar el uso de los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU), con 56 votos a favor, ocho en contra y dos abstenciones. A los cinco sufragios oficialistas se sumaron en respaldo al Gobierno Carmen Rivero, Paoltroni y la senadora libertaria Vilma Facunda Bedia, quien no había participado en la primera votación.
La reforma plantea que los futuros DNUs deberán ser validados por ambas Cámaras del Congreso con mayoría absoluta en un plazo máximo de 90 días, y en caso de rechazo perderán vigencia. Además, se establece que cada DNU deberá tratar un único tema, corrigiendo la práctica habitual de incluir múltiples materias en una misma norma.
La ley determina que cada DNU debe ser tratado en un lapso máximo de 90 días y que, con el rechazo de una sola cámara, perderán vigencia. También impide al Ejecutivo emitir decretos de contenido semejante por un año y faculta a ambas cámaras a ocuparse de su análisis incluso durante el receso legislativo.
Además, se prohíben los DNU ómnibus, como el 70/2023. La medida alcanza tanto a los decretos de necesidad y urgencia como a los delegados, similares a los que recientemente fueron dejados sin efecto por el Congreso.
Pese a estas confrontaciones, la votación consolidó una derrota significativa para el Gobierno, que vuelve a perder respaldo en el Congreso en un tema sensible. Y más significativa si tenemos en cuenta el golpe que esto significa al esquema de poder de La Libertad Avanza y su estrategia comunicacional: la confrontación permanente.
Quiero que nos detengamos en un pequeño fragmento del discurso de Milei este miércoles en Moreno. “Te rompen las piernas, compran con sobreprecio y te exigen las gracias. Son unos delincuentes”, dijo. Es llamativo que el Presidente, en el contexto político que está, se anime a utilizar esas palabras: “sobreprecios”, “muletas”, “te rompen las piernas”. Un discurso que podía sonar fresco, aunque chocante, en su primera etapa, pero que hoy suena gastado y poco creíble.
En un tono completamente opuesto a este discurso de odio, Ian Moche, el niño con autismo que fue foco hace algunas semanas tras un ataque directo por parte del Presidente en redes sociales, dijo, poco tiempo antes de la votación en rechazo al veto, que estaba dispuesto a reunirse con el Presidente a conversar. “Lo abrazaría, lo saludaría, tendría una charla normal. Él ya es adulto como para poder decir, ‘uh, me equivoqué’”, declaró el niño. Qué contraste.
Javier Milei asumió con una pretensión refundacional de la Argentina. De espaldas al Congreso, al que en más de una ocasión trató de “nido de ratas”, y con la promesa de terminar con los negociados de la “casta política”. Su irrupción fue intempestiva y sorpresiva, porque no contaba con un armado nacional orgánico, como la UCR, el peronismo, o incluso el PRO.
Durante un año y medio de gestión, sorprendió su capacidad para mantenerse incólume a pesar de una difícil situación económica. Por ejemplo, demostró pragmatismo al armar el gabinete con una figura como Guillermo Francos, que fue el artífice de negociaciones que le permitieron avanzar con la “ley ómnibus”, a pesar de contar con pocos parlamentarios.
Además, pareció encontrar una forma para gobernar eludiendo la necesidad de tener mayoría en el parlamento, utilizando dos espadas: los decretos y los vetos. Dos mecanismos que le permitían al Gobierno avanzar en reformas y bloquear leyes mayoritarias de la oposición sin tener mayoría propia en ambas cámaras.
La espada del veto, destinada a defender el plan de déficit cero, utilizada contra la emergencia universitaria, el aumento a las jubilaciones o la emergencia en Discapacidad. La espada de los DNU, para saltearse la “engorrosa” necesidad de que las reformas pasen por comisiones, sean largamente debatidas, y luego se tengan que aprobar en ambas cámaras.
Esta metodología fue tildada de antidemocrática por sectores de la oposición. Pero Milei tenía algo a favor en su argumento: él venía como un outsider a cuestionar un sistema que estaba mal y la mayoría de la gente lo apoyaba. Si el sistema, como él decía, estaba armado para defender los privilegios de la casta, era entendible que utilizara trampas, “hacks”, para desarmarlo.
Además, si la mayoría de la población lo apoyaba, ¿cómo iba a ser antidemocrático? En todo caso, los que le decían antidemocrático eran quienes querían defender sus privilegios o, a lo sumo, los “ñoños” republicanos, bienintencionados pero incapaces de sepultar el pasado de decadencia de la Argentina.
Sostenido por una imagen positiva mayor a la de cualquier otro dirigente político, por la confianza de la mayoría en su proyecto, y una oposición que se cuidó mucho de quedar como destituyentes, incluso la más extrema, como el kirchnerismo. Recordemos que hasta Máximo Kirchner le dijo a su propia tropa en su momento que había que dejar de chillar por los vetos porque eran una herramienta constitucional del Presidente.
Todo esto está empezando a cambiar. El relato ético del gobierno está herido por el escándalo en Discapacidad y los audios filtrados, donde su propio abogado involucra a Karina Milei y Lule Menem en un siniestro entramado de corrupción.
Su pericia económica entró en contradicción, con el Gobierno reconociendo que está interviniendo el dólar, en medio de una aguda recesión y sin lograr todavía inversiones que aparezcan como el motor que va a sacar la economía adelante. Y ahora, el Congreso acaba de levantar un duro obstáculo a su mecanismo para poder “hackear” la división de poderes.
Pero vamos al origen del veto. La “intercessio”, conocida como veto en la antigua Roma, surgió en el siglo VI a. C. como un mecanismo para equilibrar el poder entre patricios y plebeyos. Este derecho permitía a los tribunos proteger los intereses de los ciudadanos comunes frente a las decisiones del Senado, dominado por la aristocracia.
Aunque el veto de un tribuno no anulaba la aprobación de una ley por el Senado, sí impedía que esa ley adquiriera fuerza jurídica. Además, los tribunos podían bloquear la presentación de proyectos ante la asamblea plebeya, consolidando su rol como guardianes de la democracia popular. El veto, por lo tanto, era un pilar de la concepción romana del poder, pensado para limitar los excesos de funcionarios e instituciones.
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Pero si avanzamos hasta la modernidad, al origen del veto ejecutivo, la herramienta cambia de bando. No es ya una herramienta de la plebe contra la aristocracia, sino de la realeza contra la república. Tiene raíces en el asentimiento real europeo, que requería el consentimiento del monarca para que una ley entre en vigor.
En Inglaterra, esta práctica evolucionó desde la emisión directa de leyes por el rey, vigente hasta Eduardo III en el siglo XIV, y dejó de aplicarse tras 1708, aunque continuó siendo usada en las colonias británicas.
Tras la Revolución Francesa, el debate sobre el veto real se intensificó. La Constitución de 1791 limitó a Luis XVI a un veto suspensivo, anulable por la Asamblea Legislativa en dos sesiones consecutivas, proceso que podía extenderse de cuatro a seis años. Con la abolición de la monarquía en 1792, el veto real dejó de ser un instrumento vigente.
Pensadores como Thomas Jefferson consideraban este poder una herencia monárquica que debía eliminarse. Para limitarlo, muchos sistemas, como el norteamericano, previeron vetos cualificados que el Congreso podía anular, aunque en algunos casos, como la Constitución chilena de 1833, el veto presidencial se otorgó de manera absoluta.
En consonancia con su tradición de autoritarismo conservador, allí esa facultad le permitía a la máxima autoridad del Estado rechazar un proyecto de ley aprobado por el Congreso, impidiendo así su entrada en vigor sin que el Congreso pudiera revertir esta decisión. Este veto era una característica fundamental del carácter conservador de la constitución y del modelo de presidencialismo fuerte que promovía. La Constitución de 1980 modificó la figura del veto, poniéndole limitaciones mediante ⅔ del Parlamento, como en el resto de las democracias occidentales.
La estructura política de la Argentina, como ocurre en muchas democracias modernas, se fundamenta en la separación de poderes, un principio diseñado para equilibrar la autoridad del Estado y evitar su concentración en un solo actor. Esta división clásica establece tres esferas autónomas: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, cuya existencia responde tanto a necesidades funcionales como a un sistema de control mutuo que protege las libertades individuales.
Como desarrolla el profesor de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Juan Marcelo Calabria en su ensayo “Equilibrio de poderes en Argentina: un complicado baile de control mutuo”, los pensadores John Locke y Charles Louis de Secondat, más conocido como Barón de Montesquieu, ya sostenían que el poder no debía concentrarse, y que el reparto de autoridad permitía un sistema de pesos y contrapesos capaz de garantizar un funcionamiento justo del Estado.
El propósito de este equilibrio no es meramente teórico. La Constitución Nacional consagra estas reglas para asegurar que ningún poder avance sin control sobre los otros, convirtiendo la división de poderes en un mecanismo esencial para la protección de derechos y libertades. Más allá de la teoría, su aplicación práctica determina el grado de salud democrática de un país y la fortaleza de sus instituciones frente a eventuales abusos de autoridad. Muchas veces se dice que en la mayoría de los países existen las mismas leyes, pero la diferencia está en si se aplican o no.
En su obra «La extraña pareja», el académico español Carles Ramió propone una metáfora que describe la relación entre políticos y altos funcionarios del Estado como una danza entre lo político y lo técnico. Siguiendo esta imagen, se puede entender la interacción entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial como un ballet de equilibrio: cada movimiento representa un contrapeso, cada decisión un paso coordinado. Esta “coreografía” busca armonía y control mutuo, donde cada poder cumple su función sin invadir la esfera del otro, manteniendo la libertad y la justicia como ritmo central.
Calabria continúa su ensayo desarrollando que históricamente, Argentina ha tenido dificultades para mantener este balance. Durante dictaduras y gobiernos autoritarios, la separación de poderes se vio erosionada, derivando en abusos y violaciones a los derechos individuales. Incluso en períodos democráticos, el predominio presidencial y las relaciones complejas entre los tres poderes han generado lo que algunos califican como una “democracia defectuosa”.
Según el índice de Democracia de The Economist, apenas un 8% de la población mundial vive en democracias plenas, un dato que refleja la fragilidad de los sistemas democráticos en contextos globales turbulentos. El equilibrio entre poderes estatales es crucial para prevenir abusos y proteger la democracia. Sin embargo, su estabilidad está constantemente desafiada por la concentración de autoridad, la corrupción y la falta de transparencia.
En Estados Unidos, al igual que en Argentina, el Congreso también puede anular el veto presidencial con el voto de dos tercios tanto del Senado como de la Cámara de Representantes. El Artículo I de la Constitución enumera los poderes del Congreso y las áreas específicas en las cuales puede legislar.
Si el Congreso anula el veto con dos tercios de los votos en cada cámara, se convierte en ley sin la firma del presidente. De lo contrario, el proyecto de ley no se convierte en ley. Históricamente, el Congreso ha anulado alrededor del 7% de los vetos presidenciales. Las votaciones se realizan por mayoría cualificada de los miembros votantes, no del número total de miembros de las cámaras.
En Francia hay un término para designar cuando ocurre que el Poder Ejecutivo es de un partido pero tiene minoría en el Parlamento: “cohabitación de poderes”. Especialmente interesante porque podría ser un escenario del periodo 2026-2027 dependiendo el resultado electoral en octubre y con qué fortaleza o debilidad sale el Gobierno y Javier Milei de esa contienda.
Se da cuando el presidente de la República y el primer ministro provienen de corrientes políticas opuestas, lo que obliga a un reparto del poder ejecutivo. En estos casos, el primer ministro, respaldado por la mayoría parlamentaria, dirige la política interior y las acciones de gobierno, mientras que el presidente ve limitado su papel, conservando influencia sobre asuntos de defensa, política exterior y ciertas prerrogativas constitucionales como la disolución de la Asamblea Nacional.
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Desde 1958, Francia ha vivido tres cohabitaciones: entre Mitterrand y Chirac (1986-1988), Mitterrand y Balladur (1993-1995), y Chirac y Jospin (1997-2002). Aunque generan tensiones y riesgo de parálisis, estas experiencias demostraron que la gobernabilidad no se interrumpe, pues se aprobaron numerosas reformas y leyes durante dichos periodos.
El origen de esta situación está en la ambigüedad de la Constitución de 1958, redactada bajo influencias contrapuestas: Michel Debré, partidario de un primer ministro fuerte al estilo británico, y Charles de Gaulle, defensor de un presidente poderoso. Esta tensión institucional provoca que, en la práctica, el equilibrio depende de la correlación de fuerzas en la Asamblea.
Durante las cohabitaciones, se buscó consenso en áreas sensibles como defensa y política exterior, aunque hoy estas diferencias parecen más difíciles de conciliar, por ejemplo en torno a la Unión Europea o la guerra en Ucrania. Para reducir la frecuencia de este fenómeno, en el año 2000 se modificó el calendario electoral, alineando las elecciones legislativas con las presidenciales, lo que disminuyó las posibilidades de que Ejecutivo y Parlamento quedaran en manos opuestas.
La experiencia francesa debería ayudarnos a reflexionar sobre la situación argentina. Los mecanismos constitucionales y la división de poderes sirven para contener los abusos y establecer reglas de juego claras en las democracias modernas. Si el Ejecutivo está en minoría en el Parlamento, debería adaptarse a las reglas del juego y buscar consensos en lugar de mantener una estrategia de confrontación permanente. Nadie en la oposición juega a la destitución o a la obstrucción.
Quiero compartir un último fragmento de un pequeño indicio de que algo podría estar comenzando a cambiar en el esquema de poder de La Libertad Avanza. Ayer, como es costumbre, el infame “Gordo Dan” arremetió contra el senador Luis Juez por su voto en contra del veto a la emergencia en discapacidad.
No vamos a reproducir su tuit para no incomodar a la audiencia con sus insultos y su lenguaje vulgar. Simplemente diremos que el contenido de su tuit era un ataque personal deleznable, en el que acusaba a Juez de “no haberse hecho cargo” de su hija y ahora utilizarla para “hacer política”.
No nos extraña este comportamiento del Gordo Dan. Pero sí nos sorprendió gratamente que Guillermo Francos haya salido públicamente a desautorizarlo, pidiéndole perdón a Juez y diciendo en los medios que “El Gordo Dan no tiene nada que ver con el Gobierno”. «Es repudiable, no se puede aceptaR», agregó el jefe de Gabinete.
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¿Será este un primer indicio de que el Gobierno está tomando nota del callejón sin salida al que lo llevó la política de confrontación permanente? ¿Una señal del empoderamiento de la figura del Jefe de Gabinete reduciendo el del presidente Milei como una forma de adecuarse a la nueva realidad de fuerzas de La Libertad Avanza?
El veto y los DNU fueron durante más de un año y medio las dos espadas con las que Javier Milei sorteó la falta de mayorías parlamentarias, pero en los últimos días ambas herramientas sufrieron un golpe histórico. La anulación del veto a la ley de emergencia en discapacidad y la aprobación de una norma que limita el alcance de los decretos quizás marquen un cambio de época.
El Congreso comienza a recuperar protagonismo y a poner frenos efectivos a una estrategia de confrontación que parecía no tener contrapesos. La derrota política no solo desnuda la fragilidad de La Libertad Avanza en el plano legislativo, sino que también erosiona el núcleo simbólico del mileísmo, basado en la idea de que podía “hackear” al sistema desde dentro.
En este nuevo escenario, Milei enfrenta un dilema: persistir en la lógica de choque permanente, con el riesgo de aislamiento y desgaste, o reconfigurar su estrategia hacia la construcción de consensos. La historia política y comparada muestra que la división de poderes no es un obstáculo sino un resguardo democrático que garantiza gobernabilidad en el largo plazo.
Si el oficialismo toma nota de ello, podrá evitar quedar atrapado en su propia encerrona. Si no lo hace, corre el riesgo de que sus espadas, ya melladas, terminen por romperse definitivamente frente a la presión institucional y social.
La ciudadanía tiene un rol determinante para jugar en esta situación. La participación activa, informada y responsable es un requisito indispensable para mantener los contrapesos de poderes en funcionamiento y establecer una sana convivencia democrática.
La educación cívica, que alguna vez formó parte central de los programas escolares, sigue siendo una herramienta fundamental para que los ciudadanos comprendan su rol, conozcan sus derechos y obligaciones, y ejerzan control sobre las decisiones del Estado. Nosotros desde este programa intentamos también aportar nuestro granito de arena en ese sentido.
Lejos del escepticismo, de no ir a votar o no comprometerse, creemos que un pueblo consciente y comprometido con la política fortalece las instituciones y permite que la democracia funcione plenamente.
Producción de texto e imágenes: Facundo Maceira
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