Una pelota para Shaia

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En Brooklyn, Nueva York, hay una escuela llamada Jush, dedicada a niños con dificultades de aprendizaje. Allí estudia Shaia, un niño de mirada dulce y alma sensible, cuyos ojos parecen decir más de lo que su voz puede expresar.

En una cena para recaudar fondos para la escuela, el padre de Shaia se puso de pie. Su voz temblaba, cargada de orgullo y angustia al mismo tiempo. Con el salón en absoluto silencio, lanzó una pregunta que atravesó el corazón de todos los presentes:

—¿Dónde está la perfección en mi hijo Shaia? Todo lo que Dios hace es perfecto. Pero mi hijo no entiende las cosas como los demás niños ¿dónde, entonces, está la perfección de Dios?

El silencio se hizo más pesado. Nadie respondió. Hasta que él mismo, con lágrimas contenidas, dijo: «La perfección está en cómo reaccionamos nosotros ante él». Luego compartió una historia que nadie en ese salón olvidaría.

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Un domingo, Shaia y su padre llegaron a la plaza mientras un grupo de chicos jugaba al béisbol. Shaia, con esa mirada que suplica sin palabras, preguntó:

—¿Crees que podría jugar? El corazón del padre se encogió. Shaia no tenía habilidad para los deportes, nunca había jugado, y cualquier intento parecía condenado al fracaso. Pero sabía lo que significaba para él sentirse parte de algo, ser aceptado.

Con humildad, se acercó a los jugadores y les pidió si podían dejarlo participar. El partido estaba en su etapa final. El marcador era ajustado. Podrían haberle dicho que no. Pero aquel grupo de chicos eligió algo mucho más grande que la victoria: eligieron la compasión, la inclusión, la humanidad.

Lo invitaron a ponerse un guante, lo hicieron parte del equipo y le prometieron que batearía en la última vuelta. Cuando llegó la novena entrada, el equipo de Shaia aún perdía por tres puntos. La tensión era palpable, cada espectador contuvo el aliento. Podrían haber decidido que Shaia no jugara, que el juego estaba demasiado importante para arriesgarlo. Pero en cambio, todos eligieron la grandeza.

—¡Es tu turno, Shaia! —dijeron, con sonrisas alentadoras y ojos llenos de esperanza. Shaia se colocó en la base. Nunca antes había sostenido un bate de béisbol correctamente. El pitcher, con cuidado, dio unos pasos hacia adelante y lanzó la pelota suavemente, casi regalándosela. Shaia la golpeó torpemente. Falló. Pero uno de sus compañeros corrió a su lado, sujetó su bate y le dijo:

—Vamos, lo hacemos juntos. El segundo lanzamiento llegó y, con ayuda, Shaia consiguió tocar la pelota. Fue un golpe suave, casi ridículo, pero suficiente para encender algo más que un juego: encendió la alegría, la inclusión, la empatía de todos los presentes.

El pitcher atrapó la pelota, podría haber terminado el juego fácilmente. Pero en lugar de eso, la lanzó en un arco alto, lejos del alcance de Shaia, mientras todos gritaban:

¡Corre, Shaia! ¡Corre hacia la primera base! Nunca en su vida Shaia había corrido con tanta determinación. Sus piernas temblaban, sus ojos brillaban de asombro y miedo, pero siguió adelante. Llegó a la primera base, y el muchacho allí lo animó a continuar: «¡Sigue! ¡Corre a la segunda!». Shaia corrió. Cada base era un nuevo desafío, un nuevo triunfo.

Cuando llegó a la tercera, los gritos de los chicos lo acompañaban: «¡Shaia, corre al home! ¡Corre al home!». Y finalmente, tocó la base del home. Los dieciocho muchachos lo levantaron sobre sus hombros, lo convirtieron en héroe del juego. El último punto del partido fue suyo, y con él, la victoria del equipo.

Pero más que un juego ganado, se había ganado algo más grande: el reconocimiento, la inclusión, la verdadera perfección humana. “Ese día”, dijo el padre con lágrimas corriendo por su rostro, “estos 18 muchachos alcanzaron su nivel de perfección. No se trataba del talento ni de la victoria. Se trataba de humanidad. De hacer sentir importante a quien parecía más débil. De valorar a quienes sueñan, sienten y necesitan ser vistos”.

La lección es clara: demasiado a menudo honramos a quienes tienen más —más talento, más prestigio, más amigos— y olvidamos a quienes tienen menos. La verdadera perfección no está en lo que logramos individualmente, sino en nuestra capacidad de mirar al otro, de levantarlo, de hacerlo sentir valioso.

La perfección, entonces, no se mide en destrezas ni en éxitos visibles, sino en la grandeza de espíritu. En la valentía de elegir la empatía por encima del ego, la cooperación por encima de la competencia, la inclusión por encima de la indiferencia.

Ese día, en un simple campo de béisbol, unos jóvenes nos enseñaron que la perfección de Dios se manifiesta cuando hacemos espacio para el otro, cuando recordamos que nadie es demasiado pequeño para ser grande, ni demasiado frágil para ser valioso.

Si un grupo de adolescentes pudo alcanzarla en un campo de béisbol, ¿qué nos impide a nosotros, los adultos, lograrlo en la vida? Les deseo un gran fin de semana.

(*) Rafael Jashes – Rabino

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