El gobierno de Yamandú Orsi está a punto de abrir una caja de Pandora que puede hundir aún más la ya frágil economía uruguaya.
La decisión de permitir nuevamente las ocupaciones en lugares de trabajo, disfrazada como una extensión “natural” del derecho a huelga según el futuro subsecretario de Trabajo en @arribagente, no es solo un guiño a los sindicatos: es una declaración de guerra contra la libertad, la propiedad privada y cualquier esperanza de crecimiento económico sostenido.
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Mientras el Frente Amplio se relame con su nostalgia setentista, los verdaderos perdedores serán los emprendedores, los inversores y, paradójicamente, los propios trabajadores que dicen defender.
Empecemos por lo obvio: una ocupación no es un acto de protesta pacífica, es una toma de rehenes.
Cuando un grupo de sindicalistas decide apoderarse de una empresa, no solo interrumpe la producción, sino que pone en jaque toda la cadena de valor que depende de esa actividad.
Imaginen una fábrica de alimentos que no puede despachar sus productos porque un puñado de exaltados bloquea las puertas.
Los camiones no salen, los supermercados no se abastecen, los precios suben y el consumidor paga el pato.
| Redacción
Ese es el efecto dominó de la irracionalidad sindical, y ahora el gobierno quiere bendecirlo con un marco legal.
El mensaje es claro: tu esfuerzo, tu capital, tu propiedad no valen nada frente al capricho de unos pocos.
El impacto en la inversión es devastador. ¿Quién en su sano juicio pondría un peso en un país donde tu negocio puede ser secuestrado en cualquier momento por una turba con inmunidad estatal?
Las empresas no operan en un vacío mágico: necesitan previsibilidad, estabilidad y respeto por las reglas del juego.
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Permitir ocupaciones es dinamitar todo eso. Los capitales, que son móviles por naturaleza, no van a esperar a ver cómo termina el experimento social de Orsi; simplemente se irán a Chile, a Paraguay, Argentina o a cualquier lugar donde no tengan que lidiar con este disparate.
Y con ellos se irán los empleos, los impuestos y las oportunidades que tanto dice defender la izquierda.
Los sindicatos, por su parte, se frotan las manos. No porque les interese el bienestar de los trabajadores —si así fuera, no sabotearían las fuentes de trabajo—, sino porque esto les da más poder para extorsionar.
| Redacción
Una ocupación no busca negociar, busca imponer. Y cuando el Estado les da vía libre, lo que queda es un mercado laboral rehén de sus demandas insaciables.
Las pymes, que son el corazón de la economía uruguaya, serán las primeras en caer.
Sin los recursos de las grandes corporaciones para resistir o reubicarse, un solo conflicto con un sindicato puede mandarlas a la quiebra.
Despidos, cierres y más desempleo serán la cosecha inevitable de esta locura.
Y no nos engañemos: esto no beneficia a los trabajadores, beneficia a las cúpulas sindicales.
El empleado de a pie, el que quiere llevar un sueldo a su casa, no gana nada con una fábrica parada o una empresa quebrada.
Pero los líderes gremiales, esos iluminados que nunca pisan una línea de producción, sí: más afiliados, más cuotas, más influencia política.
Es un negocio redondo para ellos, pagado con el sudor y la ruina de los demás.
El costo económico no se limita a lo inmediato. Cada ocupación legalizada manda una señal al mundo: Uruguay no es serio.
En un planeta donde competimos por cada dólar de inversión extranjera, esto es un harakiri.
Las exportaciones se resentirán cuando las empresas no puedan cumplir contratos por interrupciones constantes. La productividad, ya de por sí estancada, se desplomará aún más.
Y el Estado, que vive de exprimir a los que producen, verá cómo su recaudación se evapora mientras los sindicatos le piden más subsidios para sus “luchas”.
| Redacción
Este disparate no es progreso, es retroceso. Es condenar al país a la mediocridad de la mano de una visión que pone el poder de unos pocos por encima de la libertad de todos.
Si el gobierno de Orsi sigue este camino, no solo estará traicionando a los que confiaron en él, sino entregando la economía a los buitres del sindicalismo.
Uruguay no merece hundirse en este pantano de caos y pobreza disfrazado de justicia social. Es hora de ponerle un freno antes de que sea demasiado tarde.